Renuncio a evocar su lenguaje, que más que un lenguaje es una forma de hablar. Ellos hacen que el puro sonido tenga sentido. Nadie duda de que se duelen cuando hablan. Es tan clara la voluntad de atrapar lo que se escapa, es un esfuerzo tan desesperado y vital, que no puedo más que sentirme miserable cuando no escucho a la gente de Arian.
Renuncio a recrear esas voces, pero no me resigno. Ese hablar ha fragmentado el mío, y sé muy bien que no hay forma de decir que aquí empieza y aquí termina, y mucho menos de decir qué es lo que aquí empieza, y si es que alguna vez termina.
En los Caducos Bosques saben de la distancia entre el golpe y el sonido; saben de un hablar escamado que les dice que es mentira que el golpe duela, les dice que no duele, que no duele...y duele tanto decir una palabra.
¿Qué es lo que se duele? ¿Y contra qué se duele? ¿Y por qué? ¿Quién llena esa distancia? ¿Cómo la llena? ¿Y por qué? Y esto que se escapa, la piedra a la que no me voy a poder subir con los dos pies, ¿qué nombre tiene? ¿qué nombre le daré?
Los otros son los Sapientes, los que dicen como reptiles y tienen la lengua fría de tanto lamer el silencio. Ellos no callan. Hablan dulcemente, como en una caricia, como aceitando los resquicios por donde se pueda filtrar un quejido. Han domesticado a las cosas porque apaciguaron el dolor de los hombres, y sedan sus propias heridas contemplando los Bosques Perennes; de espaldas a los otros que en Arian, saben, y cuánto más saben cuando callan, callar.
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