Tuesday, June 30, 2009

la verdad

la verdad
es una mujer con una espada
una voz joven y fuerte
una mirada feroz
pero jamás despiadada
apenas cruda
con la crudeza que da
la simple vida

la verdad
es una mujer con los cabellos sueltos
y una espada clavada en tierra
y un puño sosteniéndola al mundo
y un ejército de pocas
y un círculo cerrado
en torno al tesoro más amado
que es la niña
de mis sueños

la verdad
es una mujer de largos cabellos
y una espada
un deseo caliente
un reconocimiento del terreno
la memoria de mis huesos
que no cabe
en las palabras

esto es la verdad:
decir un sólo nombre
y tenerme entera

Monday, June 29, 2009

El silencio y la palabra (uno)

Dicen que Ello, el niño caprichoso que nos pulsa, no reconoce el no ni la concha de su madre. Pero debe saber del silencio, del cuerpo explotando en necesidades, la angustia del silencio cuando no hay palabra y nada viene porque nada va y la ausencia es la muerte, porque si no está ya no es nada este mundo que muta y se va y nunca es igual a sí mismo y es siempre ahora. Decir no es un alivio. Decir es un alivio, porque la palabra enciende la frente como una tea y allí anida permanentemente.

El delirio es la balsa del demente, desde donde reconstruye, o bien construye a nuevo, un mundo, algún mundo, algún antes o después. Un mínimo hacia fuera, para quién.

Los dragones de Terramar se mataban los unos a los otros cuando perdieron el habla.

Hay dos silencios esenciales: el que es porque la palabra todavía no halla su camino; el que es, sin remedio, cuando la palabra no existe.

Los paisajes de la bruja oscura: visita a las Tierras de Arian

Renuncio a evocar su lenguaje, que más que un lenguaje es una forma de hablar. Ellos hacen que el puro sonido tenga sentido. Nadie duda de que se duelen cuando hablan. Es tan clara la voluntad de atrapar lo que se escapa, es un esfuerzo tan desesperado y vital, que no puedo más que sentirme miserable cuando no escucho a la gente de Arian.

Renuncio a recrear esas voces, pero no me resigno. Ese hablar ha fragmentado el mío, y sé muy bien que no hay forma de decir que aquí empieza y aquí termina, y mucho menos de decir qué es lo que aquí empieza, y si es que alguna vez termina.
En los Caducos Bosques saben de la distancia entre el golpe y el sonido; saben de un hablar escamado que les dice que es mentira que el golpe duela, les dice que no duele, que no duele...y duele tanto decir una palabra.

¿Qué es lo que se duele? ¿Y contra qué se duele? ¿Y por qué? ¿Quién llena esa distancia? ¿Cómo la llena? ¿Y por qué? Y esto que se escapa, la piedra a la que no me voy a poder subir con los dos pies, ¿qué nombre tiene? ¿qué nombre le daré?

Los otros son los Sapientes, los que dicen como reptiles y tienen la lengua fría de tanto lamer el silencio. Ellos no callan. Hablan dulcemente, como en una caricia, como aceitando los resquicios por donde se pueda filtrar un quejido. Han domesticado a las cosas porque apaciguaron el dolor de los hombres, y sedan sus propias heridas contemplando los Bosques Perennes; de espaldas a los otros que en Arian, saben, y cuánto más saben cuando callan, callar.

Los paisajes de la bruja oscura (dos)

La mujer mira hacia el horizonte en brumas. Piensa que ése es solamente uno de todos los horizontes posibles. Piensa que esa niebla puede ocultar a los monstruos tan prometidos, los mismos que también la esperan a sus espaldas (por lo tanto, el regreso es un horizonte tan temido como el que más).

Pero no. O bien, se dice ‘Peronó’.

La mujer guarda un puñal de hoja ondulada en la manga suelta de su camisa. Sigue mirando hacia el horizonte brumoso. Ahora que atardece, se pueden distinguir las formas de los dragones sobrevolando los confines. Ella se pregunta qué tan amistosos habrán de ser. Sus ojos destellan un fulgor reptil. En lo profundo desea que puedan reconocer en ella a los de su misma calaña.

Sunday, June 28, 2009

Los paisajes de la bruja oscura (uno)

No es cuestión de luces ni de sombras.
Como una cámara lúcida
Lo que ve depende de su magnífica lente
De las posibles inversiones
Y de las propiedades del mundo que,
En forma tan objetiva como inalcanzable,
Nos rodea.

Lo curioso
Lo inaudito
Es su don:
El poder de ver lo posible
Para luego crearle un camino
Hacia lo cierto.

Saturday, June 27, 2009

Sin

Deja de rabiar
la agonía del día
aún no llega
el tiempo
el no
el nunca
que los ojos negros
que el silencio
que tanto miedo emputeciendo el callar porque
deja de rabiar
colmillos furibundos
deja
otras son las palabras que
celebran la derrota
descubren lo inútil
de estos intentos
su inocencia tardía y tenaz
el canturrear de una niña
jugando sola.

Y esta.

Ah ah ah, puedo fácilmente decir y hablar de nikka, pero no de la que en silencio se ha puesto ese nombre. O Mielina, o el que fuere de los seres que me habitan, de las caras que me presentan al mundo, de mis formas de estar en estas tierras.
Una es la suma de esas formas de estar, pero no es solamente eso.
Una es su cuerpo en los tránsitos de la vida. Bah, YO soy MI cuerpo en los tránsitos que el tiempo me permita desgranar –a santo de qué andarle esquivando a mi primer nombre.
Yo soy nikka, una especie baqueteda que no es Nikka, es otra, y que se ha codeado y ha devorado a Alexandria y a Kara y a Nela y aún todavía se lleva a las patadas con Mielina, sin llevarse a las patadas, es decir, la evita y la aleja del mundo de los adultos, y se la entrega con moño en la frente, envueltita en papel de regalo, a los que traspasan los muros del recinto mundano, es decir: las paredes del aula, no del aula-aula, sino ese límite invisible pero que se siente en el cuerpo, cuando uno está bajo el manto cejialzado de una mirada que abre la puerta. ¿Qué puerta? Y qué sé yo, simplemente la presencia de algo que cede como goznes, de algo que gira en sí mismo para que el cuerpo circule y la mirada se agrande, que eso es, cosa más cosa menos, una puerta. Porque Mielina puede abrir la puerta para ir a jugar bajo la luz tutelar de sus he(te)r(oni)ma(s)nas, pero lejos de la mugre excrementicia de las LETRAS CAPITALES. En esos momentos, Mielina encarna las más altas aspiraciones del sueño, no es ya la prostituta del autoengaño, sino la donosa mujercita que anuncia otra forma de decir, otra forma de reír, otra forma jocosa de llamar al respeto. Aaaaahhhhh ... nada de ello ha de perdurar, se lo llevan ellos, y en ellos se transforma en otra cosa más, y se incorpora a la corriente del mundo.
Pero permanece la luz.
Odio la luz del mediodía, la que quema todo intento de encontrar matices.
La luz que permanece es como la de las estrellas más lejanas en una noche de campo. Es como las luciérnagas. Solamente un titilante indicio de que hay algo más, de que quizá sea cierto (váyase a saber qué), de que vale la pena levantar la mirada hacia lo oscuro de la noche y dibujar las propias constelaciones, ponerle el nombre de los propios dioses y predecir los cataclismos que le sobrevendrán al género humano.
Y seguir alzando esa pequeña luz, una suerte de tea ardiendo en el entrecejo.
Cuando soy Mielina entre los suyos, la brujita Nela le aviva la mirada, y convierte mi/nuestro cuerpo en el motor de torbellinos maremóticos, los hace reír, nos burlamos del miedo a no saber, del miedo a no ser queridos, y de los hijos de puta que les/nos enseñaron a temer.
Cuando soy Mielina entre los suyos/míos/nuestros, dejo entrever todas las otras que soy, todas las noches que me avalan frente a la página blanca, frente al silencio sonoro, y descubrimos que es posible.

Es hermoso ser la que no tenía que ser, estar donde no se espera que esté alguien como yo. Es hermosa la incertidumbre, porque abre alas en los ojos del que se sorprende.
Esto no va a durar, no va a ser para siempre, lo sé. Lo que no sé, lo que jamás voy a saber, es cuál habrá de ser el derrotero de esa luz pequeña y persistente. Jamás sabré cuales sus frutos cuál su tiempo de cosecha.
Lo único que sé, lo único que me habilita, es que cada vez que soy Mielina entre los suyos/míos/nuestros/todosnosotros, mi sangre más profunda me dice que el mundo se ha vuelto mi casa.

Caritas del adios

Hay unas cuantas caras que deberían morir (su permanencia empecinada no es más que eso, nada de mencionar resistencias heroicas, chicas, que resistir con esta o dicha cara siempre es heroico, pero durar, durar, es simplemente dejar de resistir). Ah, qué bueno enamorarse de ojos tan desiertos, de manos tan pobladas. Pero qué malo enamorarse de lo que sea que haya sido. ¿Qué se hace? Se sigue, pues, detrás del derrotero del deseo, de sus actos y elucubraciones, se pone a prueba para que otra, una de las tantas otras que me habi(li)tan, pueda tomar las notas pertinentes y agitar de allí en más las campanas de la experiencia. Claro, que la piedra piedra es, que por más que digamos YO a voz viva, la piedra piedra es. Atenti, que no estoy agachando el lomo frente a las lógicas explicaciones, porque ni la lógica ni las explicaciones pueden envolver a la piedra (es innegable la naturaleza cortante escalperiana de la lógica y de las explicaciones). La lógica y las explicaciones agitan sus bracitos de ahogadas árticas, mientras el saber surfea la espuma marina en playas más cálidas, oníricamente prometedoras, repletas de anunciaciones que no se colman, oh placebos, placebos del crecer.

Pero retomando el tema de las caras, las caras que deberían morir (su habitar mis días ya no anticipa paraísos ni infiernos, sino que remeda y emparcha la ausencia de ilusión: alucinada). Ni siquiera la parodia, porque ni necesidad de reírme ni de explorar sus límites queda, ya que esas caras que deberían morir, lo han hecho dignamente, han cumplido su ciclo de lazarillo y solamente les cabe rondarme como fantasmagoría de apegos, etéreas caras susurrándome en la memoria, como maestritas enceguecidas por su saber diminuto tomándome lección.

Es que, qué queda de mí ante el rotundo, pétreo hecho de que me sobrepongo al dolor. Qué queda cuando se sabe que lo único que me mataría es la simplecita muerte. Qué queda cuando se sabe que una puede seguir sola, que lo que ve no necesita de testigos ni compañeros, aunque lo que ve se ve más fructuosamente junto a los compañeros. Qué queda cuando la piedra, la tan real piedra del NO te dice NO y una aprende a decir BUENO, abriéndose un espectro enorme de posibilidades que rodean a ese NO, que lo exceden y lo dejan pequeño como una piedrita del fondo de la pecera, o como esas que se encuentran en la playa y en escalperiano gesto colector tomo en mis manos para disponer sobre bibliotecas repletas de noes chiquititos. ¿Por qué habría alguna vez de suponer que esos noes me tenían en particular deferencia? ¿Acaso no tuve plena conciencia de los noes acaecidos sobre otros, noes de los que no se recuperaron jamás?

Una mirada esquiva lanzada desde debajo de la mesa, desde esos rincones donde el conocimiento no se pone togas. Pero eso no quiere decir que el conocimiento que afirma a la toga en su toguicidad sea inocuo. Reírse está bien (oh lazarillo risueño de mis días pasados). Celebrar está bien (piratas enfiebrecidos). El regocijo en sí para que esa mirada esquiva esquive y gane sustancia. La toguicidad no es inocua, esas caras que deberían de morir han visitado su altar de sacrificio. Han puesto su carnecita bajo cuchillas de onice. Una se dejó abrir el pecho, la otra que le arrancaran la mirada de sí. Una busca lo que late, la otra un espejo. No está mal, ¿no?, salir disparadas tras lo que late y lo que admira, una y otra vez, hasta que finalmente las dos despiertan a gritos a la que late y a la que ve. Y una comprende que está sola.

Sola. Por eso es que digo que esas caras deberían morir. No porque vayan a desaparecer en la nada, puesto que de alguna manera el tener esas caritas a mano me habilita en los caminos empáticos hacia el otro. Pero han de ser simple y nadamente más que eso. Basta de deseo disuelto en la reparación, precintemos el área, guardémosla con pudor. Ya se agotó el pretexto del dolor, el último bastión de la toga, con su palabrerío invicto y sus manos vacías. Claro, que más le conviene a la toga que una hable bellamente y se deleite en sus construcciones estéticas, y se duela ante la carencia de entidad que esas construcciones tienen (no nos engañemos, estoy hablando crudamente). Lo gracioso, lo terriblemente gracioso de este entuerto, es que mis palabras bellas anticiparon este momento, lo anunciaron, le allanaron el camino, me ablandaron la mirada. Me hicieron fuerte. Tal es una razón más para que esas caras no mueran del todo, para su resguardo amoroso en un rincón precintado. Porque también aprendí que el olvido es otro placebo toguístico, el rito más exclusivo para acceder a su poder docto.

Yo soy todas esas caras, todas aprenden, todas se reubican como un magma evolutivo. Las que preservaron mis ojos infantiles que ya no son infantiles, pero no olvidan la infancia (ah, la memoria, la memoria, creo y no creo en la memoria).

¿Lo más doloroso en esta nueva era? Supongo que los adioses y el desapego. No por nada mi deseo iba desaforadamente detrás de los desapegados (a no descartar jamás la función didáctica del deseo empecinado). Es que una desea lo que le falta.
Esas caras que deberían morir exploraron la ausencia/presencia. Eso ya no importa, al menos no importa tanto (y hasta el próximo firulete dialéctico, por eso es bueno tenerlas cerca).

Ahora (que para cuando alguien, sea yo misma o sea quien sea, lea, no va a ser más que una palabra en referencia a una incógnita, pues qué sentido tiene ‘ahora’ después de escrita) me alisto al advenimiento de la lógica invernal. Voy a incursionar en otras tierras, o bien, las mismas tierras (porque si estoy hablando crudamente, la tierra es una, como yo soy una, por más bellamente enunciada que sea la multiplicidad). Voy a atravesar todo lo que sirenamente se haya dicho para negar la contundencia de la piedra, que es innegable. Lo objetivo se nos impone y apenas tenemos con qué balbucearle un no. Lo objetivo se caga en nuestra belleza, porque nuestra belleza reactiva apenas se anima a decirle ‘no existes’ ‘no existes’ en la cara. Y a la piedra no le hacen mella las palabras. Y eso nos enamora. Su carencia de mellas. Y eso buscamos, la ausencia del dolor.

No voy a ser la piedra.

Ni dejar que marquen mi deseo esas caritas que deberían estar muertas, esas caritas que se han aterrado fieramente por el dolor, en su deseo de ser piedra eternamente satisfecha de sí.

Por eso esas caritas que deberían estar muertas, no morirán, no las dejaré morir.
Es que no les brindaré ese descanso.
No me procuraré ni siquiera esa derrota.

Soy un arma

Abbi sobrevive agazapada a la sombra luminosa de la infancia. Se esconde de los golpes, de los olores del sudor alcohólico, de las caricias como manotazo de ahogado que no respetan su cuerpo blanco y tibio, necesariamente negado como el de toda belleza que amenaza los confines de la moralidad. Juega sola en tenue canturreo. Abbi, la decoradora de muertos, la recreadora del sentido, la reconstructora.

Nikka, que lo ha visto todo desde la terraza desesperada de la infancia, todavía busca los vestigios de esa promesa dorada que no fue y se abre camino en la noche amarilla del neón, en sus bordes, a puro puño cortante y entrecejo hundido, y desespera en su afán por atraparlo, cuando la promesa no puede más que morir si es enfrascada, y la promesa muerta no es más que recuerdo y ausencia. Nikka, la guerrera aguda, la parca cirujana, la guardiana reptil, de cara al frío que amenaza el verano de los fondos abbisales. Su fiel pretoriana.

Nela camina los Caducos Bosques donde la infancia encontró refugio, donde se fue haciendo mujer callada y aprendiendo la relación entre las cosas y los seres que mutan, aprendiendo del peso de aquellos Bosques Perennes helados proyectados sobre el mullido manto de hojas eternamente renovándose. Aprendiendo, aprendiendo, hasta deconstruir su poder heredado para abrirse al poder del nacimiento, armado entre todos. Nela, la bruja de pueblo, la reina descastada, la maestra paria sin ascendente ni lugar, la que erigió las paredes de esa casa donde la sombra de los Bosques Perennes jamás entrará, la que ve lo nunca visto y no sabe cómo dejarlo de llamar.

Kara, la silenciosa señora de las agujas que con ojos negros de toda negrura es la noche avocada a los estudios sapienciales, para darlos vuelta como a media por zurcir; la toda ojos, ella, la toda silencio y paciencia infinita para adentrarse donde duela y rondar a las otras niñas nocturnas en sus desvelos inasibles. Kara omnisciente, sobrevolando el dolor.

Mielina, la innombrable entregada a la mirada ajena, la sucia mujercita de la mundanidad convenida, la que se adentra en los espacios normados y hace belleza de su mugre citadina, la que se entrega al deseo otro, se sacrifica al deseo otro, se golpea, con el simple afán de entregarle alguna vez compañero a la niñita escondida. Mielina, te lavo los pies junto al mar, pequeña Judas sacrificada a la desgloria divina. Amén.

Alexandria, la voz sabia que instaura el orden precario de los que se saben que volverán a florecer, la que administra el dolor y la desmesura, la memoria que dice a Nikka que la belleza está en lo que vive, la que dice a Mielina que descanse de otredades, la que escucha a Kara recitar enmiendas, la que convoca a Nela a curar los mundos. La que canta bajito para que Abbi deje de temerle al encuentro.

Princesa camino al Alba

una mujer se aleja
hacia sí misma