Saturday, June 27, 2009

Caritas del adios

Hay unas cuantas caras que deberían morir (su permanencia empecinada no es más que eso, nada de mencionar resistencias heroicas, chicas, que resistir con esta o dicha cara siempre es heroico, pero durar, durar, es simplemente dejar de resistir). Ah, qué bueno enamorarse de ojos tan desiertos, de manos tan pobladas. Pero qué malo enamorarse de lo que sea que haya sido. ¿Qué se hace? Se sigue, pues, detrás del derrotero del deseo, de sus actos y elucubraciones, se pone a prueba para que otra, una de las tantas otras que me habi(li)tan, pueda tomar las notas pertinentes y agitar de allí en más las campanas de la experiencia. Claro, que la piedra piedra es, que por más que digamos YO a voz viva, la piedra piedra es. Atenti, que no estoy agachando el lomo frente a las lógicas explicaciones, porque ni la lógica ni las explicaciones pueden envolver a la piedra (es innegable la naturaleza cortante escalperiana de la lógica y de las explicaciones). La lógica y las explicaciones agitan sus bracitos de ahogadas árticas, mientras el saber surfea la espuma marina en playas más cálidas, oníricamente prometedoras, repletas de anunciaciones que no se colman, oh placebos, placebos del crecer.

Pero retomando el tema de las caras, las caras que deberían morir (su habitar mis días ya no anticipa paraísos ni infiernos, sino que remeda y emparcha la ausencia de ilusión: alucinada). Ni siquiera la parodia, porque ni necesidad de reírme ni de explorar sus límites queda, ya que esas caras que deberían morir, lo han hecho dignamente, han cumplido su ciclo de lazarillo y solamente les cabe rondarme como fantasmagoría de apegos, etéreas caras susurrándome en la memoria, como maestritas enceguecidas por su saber diminuto tomándome lección.

Es que, qué queda de mí ante el rotundo, pétreo hecho de que me sobrepongo al dolor. Qué queda cuando se sabe que lo único que me mataría es la simplecita muerte. Qué queda cuando se sabe que una puede seguir sola, que lo que ve no necesita de testigos ni compañeros, aunque lo que ve se ve más fructuosamente junto a los compañeros. Qué queda cuando la piedra, la tan real piedra del NO te dice NO y una aprende a decir BUENO, abriéndose un espectro enorme de posibilidades que rodean a ese NO, que lo exceden y lo dejan pequeño como una piedrita del fondo de la pecera, o como esas que se encuentran en la playa y en escalperiano gesto colector tomo en mis manos para disponer sobre bibliotecas repletas de noes chiquititos. ¿Por qué habría alguna vez de suponer que esos noes me tenían en particular deferencia? ¿Acaso no tuve plena conciencia de los noes acaecidos sobre otros, noes de los que no se recuperaron jamás?

Una mirada esquiva lanzada desde debajo de la mesa, desde esos rincones donde el conocimiento no se pone togas. Pero eso no quiere decir que el conocimiento que afirma a la toga en su toguicidad sea inocuo. Reírse está bien (oh lazarillo risueño de mis días pasados). Celebrar está bien (piratas enfiebrecidos). El regocijo en sí para que esa mirada esquiva esquive y gane sustancia. La toguicidad no es inocua, esas caras que deberían de morir han visitado su altar de sacrificio. Han puesto su carnecita bajo cuchillas de onice. Una se dejó abrir el pecho, la otra que le arrancaran la mirada de sí. Una busca lo que late, la otra un espejo. No está mal, ¿no?, salir disparadas tras lo que late y lo que admira, una y otra vez, hasta que finalmente las dos despiertan a gritos a la que late y a la que ve. Y una comprende que está sola.

Sola. Por eso es que digo que esas caras deberían morir. No porque vayan a desaparecer en la nada, puesto que de alguna manera el tener esas caritas a mano me habilita en los caminos empáticos hacia el otro. Pero han de ser simple y nadamente más que eso. Basta de deseo disuelto en la reparación, precintemos el área, guardémosla con pudor. Ya se agotó el pretexto del dolor, el último bastión de la toga, con su palabrerío invicto y sus manos vacías. Claro, que más le conviene a la toga que una hable bellamente y se deleite en sus construcciones estéticas, y se duela ante la carencia de entidad que esas construcciones tienen (no nos engañemos, estoy hablando crudamente). Lo gracioso, lo terriblemente gracioso de este entuerto, es que mis palabras bellas anticiparon este momento, lo anunciaron, le allanaron el camino, me ablandaron la mirada. Me hicieron fuerte. Tal es una razón más para que esas caras no mueran del todo, para su resguardo amoroso en un rincón precintado. Porque también aprendí que el olvido es otro placebo toguístico, el rito más exclusivo para acceder a su poder docto.

Yo soy todas esas caras, todas aprenden, todas se reubican como un magma evolutivo. Las que preservaron mis ojos infantiles que ya no son infantiles, pero no olvidan la infancia (ah, la memoria, la memoria, creo y no creo en la memoria).

¿Lo más doloroso en esta nueva era? Supongo que los adioses y el desapego. No por nada mi deseo iba desaforadamente detrás de los desapegados (a no descartar jamás la función didáctica del deseo empecinado). Es que una desea lo que le falta.
Esas caras que deberían morir exploraron la ausencia/presencia. Eso ya no importa, al menos no importa tanto (y hasta el próximo firulete dialéctico, por eso es bueno tenerlas cerca).

Ahora (que para cuando alguien, sea yo misma o sea quien sea, lea, no va a ser más que una palabra en referencia a una incógnita, pues qué sentido tiene ‘ahora’ después de escrita) me alisto al advenimiento de la lógica invernal. Voy a incursionar en otras tierras, o bien, las mismas tierras (porque si estoy hablando crudamente, la tierra es una, como yo soy una, por más bellamente enunciada que sea la multiplicidad). Voy a atravesar todo lo que sirenamente se haya dicho para negar la contundencia de la piedra, que es innegable. Lo objetivo se nos impone y apenas tenemos con qué balbucearle un no. Lo objetivo se caga en nuestra belleza, porque nuestra belleza reactiva apenas se anima a decirle ‘no existes’ ‘no existes’ en la cara. Y a la piedra no le hacen mella las palabras. Y eso nos enamora. Su carencia de mellas. Y eso buscamos, la ausencia del dolor.

No voy a ser la piedra.

Ni dejar que marquen mi deseo esas caritas que deberían estar muertas, esas caritas que se han aterrado fieramente por el dolor, en su deseo de ser piedra eternamente satisfecha de sí.

Por eso esas caritas que deberían estar muertas, no morirán, no las dejaré morir.
Es que no les brindaré ese descanso.
No me procuraré ni siquiera esa derrota.

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